Remus Lupin ama a los niños
Remus Lupin ama a los niños
Ama a los niños. Les enseña con mucha paciencia y dedicación. Obtiene espléndidos resultados.
Remus ama a los niños. Preferentemente desnudos, dóciles y en cuatro patas, sobre una cama.
Oh, sí. Remus Lupin ama a los niños. Literalmente.
Su condición de hombre lobo, aunque controlado y algo así como domesticado, no le permitía tomar esposa ni concubina. Había encontrado el modo de vengarse de esas leyes hechas por cretinos ricos y casados: cogiendo a los hijitos de esos ricos.
Era muy cuidadoso. Por nada en el mundo quería ser descubierto. Pero ya contaba quince niños menores de once años a los les había dado por el culo, y hasta la fecha nada le había pasado.
Ah, cómo le gustaban a Remus Lupin los niños. Especialmente los varoncitos, aunque las niñas no estaban mal tampoco.
Tenían la piel más suave, el cuerpito más tierno, el culito más dulce.
Oh, cómo le gustaba escuchar a un niño lloriqueando y suplicando mientras él se deslizaba lentamente en ese aterciopelado interior, tan caliente y tan estrecho y tan virginal cada vez.
Qué había mas delicioso en el mundo que un niño de ocho o nueve años, desnudo sobre su cama, en cuatro patas, pidiendo “por favor más, señor Lupin, más, quiero más, señor Lupin, por favor…”
Claro que demandaba un trabajo de varios meses, a veces casi un año, para llegar a ese punto.
Había que conseguir una colocación en la mansión en que vivía ese niño, había que enseñarle, gustarle, encantarlo por completo.
Se comenzaba con caricias inocentes, sentarlo en el regazo, hablarle “de hombre a hombre”, hacerlo sentir importante y confiado.
Una vez ganada la confianza, el resto no era tan difícil. El chico tenía además que amarte, lo cual venía por sí solo. Luego procedías lentamente a aligerarlo de ropas. Una vez que el chico no tenía inconvenientes en desnudarse, el trabajo casi estaba hecho.
Los padres prefieren no hablar de sexo con sus hijos. Pero los niños son curiosos, una vez que ganas su confianza ellos mismos te preguntarán. Y cuando pregunten, nada mejor que una demostración práctica, aunque a ellos les digas otra cosa.
Cuando un niño está ahí, desnudo y vulnerable, Remus Lupin se contiene para no saltarle encima. En cambio, le advierte que es mejor dejarlo, que eso es muy delicado, que podrían tener problemas…
Pero el chico ya está tan encantado por Remus en ese punto que suplica. Jura no contarle a nadie. Pide por favor. Promete ser bueno. El niño quiere eso, aunque no sepa qué es.
Remus sólo se levanta la túnica. Él jamás se desviste. Y a ninguno le ha dejado ver su miembro. Les permite sentirlo, preferentemente dentro de ellos, pero no verlo. Coloca a su presa el niño de espaldas a él, en cuatro patas, desnudo y expuesto, vulnerable y dócil.
Entonces Remus lo prepara lentamente y se mete todo en el culito del chico. A los niños les duele. Chillan. Lloriquean. No quieren que siga. Pero Remus se la mete toda, larga y dura y firme.
Les habla mientras tanto. Los encanta con la palabra. Es una forma de hipnosis, en realidad. El niño desea tanto lo que viene que olvida todo.
O casi todo. Porque a Remus le gusta que al niño le duela un poquito, pero que a la vez suplique por más. Los niños son buenos y obedientes, y hacen lo que él les dice.
Dos o tres veces. No más. Después, Remus ya se ha satisfecho con ese niño. Seguir sería peligroso.
Más o menos por esa época terminan las tutorías para las que el padre contrató a Remus. Todo está fríamente calculado. Remus se despide, no sin antes conseguir del niño la promesa de jamás contarle nada de eso a nadie.
Y los niños cumplen. Creen estar en posesión del más tierno y maravilloso secreto, y jamás hablan de eso.
Años más tarde, aún creen deberle favores. Lo recuerdan con cariño a Remus, con pueril adoración.
Remus también los recuerda. A todos y cada uno de ellos. Porque Remus ama a los niños. Preferentemente desnudos, dóciles y en cuatro patas, sobre una cama.